jueves, 6 de diciembre de 2012

Capítulo 1: De cómo abrí el candado con el gato equivocado.


Y comencé a valorar Málaga cuando me esforcé por aprender de sus rincones.


Todo comenzó un día de los no muy habituales en los que, al mirar por la ventana, se extiende ante ti una gran cortina de agua que se precipita desde el cielo provocando no torrentes sino cataratas y rápidos improvisados en la urbe.
Hay que ser responsable y cumplir con las obligaciones, no faltar a clase y aprender para un día poder aplicar dichos conocimientos en la tarea del día a día en el trabajo. Calle abajo no hay más que panoramas sorprendentes y que te llenan la cabeza con el pensamiento de "debería haberme quedado en casa". Lagos y ríos bien cargados de agua anegan la carretera y parte de la acera; los coches, para evitar que les entre agua en los motores, aceleran sin compasión del peatón y lo bañan con agua bien fría (¿Por qué habré cogido hoy los pantalones de pana?). El autobús llega y debes evitar el charco que hay entre tú y el autobús, recordándote a los fosos de los castillos típicos en los cuentos.

Y cuando menos te los esperas, tras llamar a casa para pedir que te envíen ropa seca cuanto antes pues no estás mojado sino que el agua está "lleno de ti", entra en tu campo visual una criatura de fábulas que no sabes por qué pero hay algo llamativo en ella. Y con el transcurso del viaje, cada vez te entran más ganas de saber qué es eso que te llama tanto la atención y decides entablar conversación, como hechizado y no dueño de tu propio cuerpo, con esa persona con lo primero que ves.

La facultad se hace larga y tediosa. Sales de clase con la única idea de pisar casa, como en los juegos de la infancia del "pilla pilla" donde "casa" era símbolo de protección y paz, tranquilidad y seguridad. De noche, camino del autobús, vuelves a encontrar una persona que te enseña que los movimientos de cabeza (asentir y negar) no son los mismos en el mundo entero, y comiéndose una manzana con elegancia es capaz de decirte, haciendo un gesto de negación afirmando lo contrario a lo que entiendo, que las ocho de la noche no es nada tarde para salir de la universidad.

Aún sigo sin saber cómo, pero me encontré pidiéndole el teléfono para invitarla a tomar un café y agradecerle que me alegrase el día con su presencia aquel primer encuentro en el autobús.
Las quedadas se hicieron más frecuentes y las noches iban dejando de ser para dormirlas e iban pasando, poco a poco, a noches de tertulia y chácharas interminables. Aún recuerdo el olor a tabaco y chicle de menta, un olor que sigue transportándome, hoy día, a aquellas noches de plática tan apacibles.