Y comencé a valorar Málaga cuando me esforcé por aprender de
sus rincones.
Todo comenzó un día de los no muy habituales en los que, al
mirar por la ventana, se extiende ante ti una gran cortina de agua que se
precipita desde el cielo provocando no torrentes sino cataratas y rápidos
improvisados en la urbe.
Hay que ser responsable y cumplir con las obligaciones, no
faltar a clase y aprender para un día poder aplicar dichos conocimientos en la
tarea del día a día en el trabajo. Calle abajo no hay más que panoramas
sorprendentes y que te llenan la cabeza con el pensamiento de "debería haberme quedado en casa".
Lagos y ríos bien cargados de agua anegan la carretera y parte de la acera; los
coches, para evitar que les entre agua en los motores, aceleran sin compasión
del peatón y lo bañan con agua bien fría (¿Por
qué habré cogido hoy los pantalones de pana?). El autobús llega y debes
evitar el charco que hay entre tú y el autobús, recordándote a los fosos de los
castillos típicos en los cuentos.
Y cuando menos te los esperas, tras llamar a casa para pedir
que te envíen ropa seca cuanto antes pues no estás mojado sino que el agua está
"lleno de ti", entra en tu campo visual una criatura de fábulas que
no sabes por qué pero hay algo llamativo en ella. Y con el transcurso del
viaje, cada vez te entran más ganas de saber qué es eso que te llama tanto la
atención y decides entablar conversación, como hechizado y no dueño de tu
propio cuerpo, con esa persona con lo primero que ves.
La facultad se hace larga y tediosa. Sales de clase con la
única idea de pisar casa, como en los juegos de la infancia del "pilla
pilla" donde "casa" era símbolo de protección y paz,
tranquilidad y seguridad. De noche, camino del autobús, vuelves a encontrar una
persona que te enseña que los movimientos de cabeza (asentir y negar) no son
los mismos en el mundo entero, y comiéndose una manzana con elegancia es capaz
de decirte, haciendo un gesto de negación afirmando lo contrario a lo que
entiendo, que las ocho de la noche no es nada tarde para salir de la
universidad.
Aún sigo sin saber cómo, pero me encontré pidiéndole el
teléfono para invitarla a tomar un café y agradecerle que me alegrase el día
con su presencia aquel primer encuentro en el autobús.
Las quedadas se hicieron más frecuentes y las noches iban
dejando de ser para dormirlas e iban pasando, poco a poco, a noches de tertulia
y chácharas interminables. Aún recuerdo el olor a tabaco y chicle de menta, un
olor que sigue transportándome, hoy día, a aquellas noches de plática tan
apacibles.